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En el tren

 

Voy a contar algo que me pasó hace unos cuatro años. Como todos los primeros viernes de cada mes, al salir de la escuela fui a visitar a mi tía Margarita. Además de ser mi tía, hermana de mi papá, Margarita era mi madrina. Cuando era chica íbamos con mis padres de visita muy seguido a su casa. Era una fiesta. La tía Margarita me compraba ropa, juguetes, golosinas y me preparaba las comidas que a mi más me gustaban. Nunca comí otras milanesas con papas fritas como las suyas.

Desde que comencé la secundaria empecé a ir sola en tren a su casa. La tía vivía en Moreno, más o menos una hora de viaje. Salía de la escuela a la tarde y me tomaba el tren en la estación Caballito. Al principio era toda una aventura, ahora que estaba en cuarto año ya no me resultaba tan copado. Sobre todo por el viaje en tren que era un bajón y porque además ya salía los fines de semana con mis amigas y ese día me lo perdía. Igual se lo debía a mi madrina que me quería mucho y que me seguía comprando ropa y preparando esas milanesas deliciosas.

Lo que pasa es que ya estaba más grande y algo que al principio no me pasaba era que ya me empezaban a manosear en el viaje. No había vez que llegara a Moreno sin que me hubieran tocado la cola o que me hubieran apoyado, pero esa vez fue demasiado.

Salí de la escuela y me quedé conversando con las chicas un rato. Luego me dirigí a la estación de tren que estaba a unas pocas cuadras de la escuela. Era primavera, el tiempo muy agradable y una tarde luminosa. Lleva puesto el uniforme: blusa blanca, pollera escocesa, medias tres cuartos que llevaba bajas para resaltar mis hermosas piernas y los zapatos bajos de goma que odiaba.

Ascendía al tren y me ubiqué en uno de los extremos del vagón. Estaban todos los asientos ocupados y algunas personas paradas, por lo cual me puse la mochila en el pecho y me respaldé en uno de los tabiques que se encuentran a los costados de las puertas, del lado opuesto al andén y que las separan de los asientos enfrentados que se encuentran junto a la comunicación entre los vagones.

Miré un poco el panorama. Hombres en su mayoría que venían de trabajar con sus bolsos típicos de quienes trabajan en fábrica o en la construcción; algunas mujeres con apariencia de trabajadoras domésticas, pocos estudiantes repasado sus libros o apuntes y muy pocos empleados con saco y corbata. La mayoría durmiendo, algunos pocos leyendo diarios o revistas y los menos conversando entre ellos.

Me calcé los auriculares, encendí el discman y me dispuse a sobrellevar el viaje lo mejor posible.

En un par de estaciones el vagón estaba a pleno, pero al llegar a Liniers que es la última estación antes de salir de Capital ingresó el malón. Fue una convulsión, un apretujamiento general y la verdad es que no sabría explicar cómo fue que quedé apretada contra la puerta y de espaldas al tabique haciendo fuerza para atrás para no aplastar la mochila en que llevaba el discman. Tenía la puerta opuesta al andén de un lado y la espalda de un hombre muy alto a mi derecha que me aplastaba.

Ni bien arrancó el tren sentí que de atrás me apoyaban algo en la cola. Me hice la distraída. Ya estaba acostumbrada a que eso ocurriera y sabía por experiencia que no valía la pena hacer o decir nada, que era para peor. De hecho ninguna mujer lo hacía. Una vez presencié como una mujer le llamó la atención a un hombre que la manoseaba y el hombre se hizo el distraído y encima todo el pasaje la miraba a la pobre mujer como si ella lo hubiese provocado porque llevaba falda corta.

Ni quise mirar para atrás, tampoco creo que pudiera. El que estaba detrás de mí debe de haber pensado que yo consentía y pasó su mano por debajo de la pollera y comenzó a acariciarme los muslos. Yo permanecí impertérrita aunque me diese un poco de asco. Mientras pensaba en que sería lo mejor esa mano rugosa y áspera continuaba refregándose por mis muslos y pretendía meterse entre mis piernas. Apreté con fuerza las piernas para impedirlo y en principio desistió. Pensé que habría entendido el mensaje.

No fue así, al instante casi volvió a la carga pasando su mano por debajo de la tanguita, por los costados hasta acariciar mi incipiente vello púbico.

Debo confesar que la situación era incómoda pero no me desagradaba del todo. Hacía ya un tiempo que había comenzado a masturbarme y encima había tenido en las últimas semanas dos experiencias de lo más frustrantes.

La primera en la casa del chico con el que estaba saliendo. Una tarde en que estábamos solos y fuimos a su cuarto a hacer el amor. Era la primera vez para ambos. Luego de los juegos previos y cuando ya estábamos los dos muy calientes me introdujo su miembro de golpe y pasó lo peor, me hizo sangrar un montón y encima acabó enseguida mucho antes que yo pediera hacerlo. El se quedó satisfecho y yo recaliente y sangrando. No hubo forma de volver a intentarlo.

Poco tiempo después tuvimos una segunda oportunidad también en su casa. Con más cuidado hicimos todo más pausado y cuando íbamos a hacerlo se escucharon ruidos de llaves en la puerta. Si madre había regresado más temprano de lo esperado y tuvimos que vestirnos a mil y simular que estábamos estudiando.

La cosa es que estaba muy caliente y el manoseo de aquel extraño lejos de disgustarme me excitaba. Sobre todo cuando empezó a frotar su dedo en la entrada de mi conchita y a meterlo y sacarlo.

Yo lo dejaba hacer. Estaba como perpleja, como paralizada. Pero cada vez más mojada.

Cuando estaba por alcanzar el orgasmo, haciendo un esfuerzo enorme por que no se notara, quitó su mano y se apartó. Me desconcertó pero mi desconcierto no duró mucho tiempo. Sentí que algo hacía a la altura de su miembro y trataba de adivinar qué. Supuse que se estaría masturbando. No, lo que hizo fue bajar la cremallera del cierre del pantalón y sacar su miembro afuera y pasármelo por la cola. Con una mano me lo refregaba y con la otra había corrido la tanguita a un costado. Para colmo en el apuro esa mañana me había puesto sin ninguna intención una tanguita mínima. Nada le costó correrla y deslizar su miembro por mi raja que estaba toda mojada, desde la conchita hasta el culito ida y vuelta.

Fueron unos pocos segundos hasta que el muy perverso soltó su miembro y dirigió mi mano para que yo lo sostuviera y lo colocó en la puerta de mi conchita. Yo estaba como hipnotizada, como sometida. Con la mano libre me tomó de la cadera y me tiró para atrás con lo cual yo misma me metí su miembro en la conchita. Sentí como ese enorme pedazo de carne se deslizaba por mis entrañas abriéndose paso a través de las paredes encharcadas por mis jugos. Mi conchita es más bien pequeña y ese miembro me parecía descomunal, pero igual entró como si conociera el camino de toda la vida.

Una vez que lo hice me tomó con ambas manos de las caderas y me guiaba para que yo misma lo cogiera. Suavemente al principio hice movimientos de vaivén para comerme ese miembro. Hasta que alcancé un ritmo más frenético. Estaba sacada, chorreaba jugos y disfrutaba como enloquecida de ese miembro que me daba tanto placer. No se cuantas veces acabé, pero seguro que fueron muchas hasta que quien fuera que estuviera detrás de mí lo sacó. Antes de eso y mientras yo acababa y acababa para darme más placer jugueteaba con el agujero de mi culito. Lo que no me imaginaba es que iba a ponérmelo de una allí. Me mordí los labios, se me nubló la vista. Trataba de mirar al frente y a los costados para cerciorarme que no se notara tanto pero no veía. Fueron muy pocas embestidas hasta que descargó su leche tibia dentro mío. Volví a acabar pero esta vez de una manera distinta.

Lo dejó dentro un rato largo hasta que el hierro se ablandó y recién me lo sacó. No quise ni mirar. Estaba roja de vergüenza y temía enfrentarme con su mirada. En realidad tenía miedo de que pudiera seguir o de lo que pudiera hacer además o que me avergonzara delante de los otros. Temía que nos hubiesen estado observando el resto de los pasajeros.

Volví a acomodarme los auriculares y continué escuchando la música. Me hice la distraída. No quería ni pensar como haría para disimular el líquido que corría por entre mis piernas y que a chorros ya llegaba a los tobillos.

Seguí de espaldas al pasaje hasta que el tren llegó a Moreno. Por suerte la casa de mi madrina queda a media cuadra de la estación. Me tomó un cuarto de hora llegar hasta allí del dolor que tenía en todo el cuerpo.

Cuando llegué le pedí ir al baño. Le dije que me había indispuesto y me había manchado la ropa y que estaba muerta de vergüenza. La tía que es una divina salió corriendo a la farmacia a comprarme toallitas para cuando saliera de la ducha. Me preparó la merienda y me llevó la tele a la cama. Obvio que dormí hasta el otro día plena de un placer extraño mezclado con bastante dolor y vergüenza.

Autor: Luli Rubí

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